Me gusta la idea de que lo que nosotros tenemos que hacer en este mundo es embellecerlo para que sea lo más hermoso posible. Así, las generaciones venideras podrán mirar las formas que dejamos y sentir el mismo entusiasmo que siento yo al mirar las pasadas, el Partenón, la catedral de Chartres. Esa es la tarea que nos toca —dudo que pueda convencer a mi generación—; las dificultades son muchas, pero ustedes pueden lograrlo; pueden hacerlo si tienen la suficiente fortaleza para no preocuparse de muletas y para hacerse a la idea de que crear algo es una experiencia personal.
Me gusta cómo define Le Corbusier la arquitectura. Lo expresó del modo que me gustaría a mí haberlo hecho. Dijo: “L'architecture c'est le jeu, savant, correct et magnifique des formes sous la lumiere” (“La arquitectura es el juego correcto, sabio y magnífico de las formas bajo la luz”). El juego de las formas bajo la luz. Amigos míos, eso es todo lo que es. Poniéndole inodoros podéis incluso embellecerla, pero mucho antes de que se inventaran los inodoros había ya gran arquitectura. Me gusta la definición de Nietzsche, ese europeo tan mal interpretado. Dijo: “En las obras arquitectónicas, el orgullo del hombre, el triunfo del hombre sobre la gravitación, el deseo de poder, asumen forma visible. La arquitectura es una verdadera oratoria de poder realizada por la forma”.
Ahora bien, mi posición con respecto a todo esto no es, claro está, tan solipsista, tan directamente intuitiva como suena. Volviendo a la realidad, ¿qué nos toca hacer cuando no haya muletas a las que agarrarse? Soy un tradicionalista; creo en la Historia. Al hablar de tradición me refiero a llevar a cabo, en libertad, el desarrollo de un cierto enfoque básico que encontramos al empezar nuestro trabajo. No creo en la revolución perpetua de la arquitectura; no pretendo siempre ser original. Mies me dijo en una ocasión: “Philip, es mucho mejor ser bueno que ser original”. Y yo lo creo también así. Por fortuna, contamos con el trabajo de nuestros padres espirituales y podemos ir edificando sobre él. Por supuesto que nosotros los odiamos, como odian todos los hijos espirituales a sus padres espirituales; sin embargo, no podemos ignorarlos, como tampoco podemos negar su grandeza. Queda claro que los hombres a quienes me refiero son Walter Gropius, Le Corbusier y Mies van der Rohe. Debiera incluir también a Frank Lloyd Wright, el más importante arquitecto del siglo XIX. ¿No les parece maravilloso el contar con esa tradición, con la obra que han realizado esos hombres? ¿Piensan ustedes que hay una época mejor para vivir que la nuestra? Jamás en la Historia se delimitó la tradición tan claramente, jamás fueron los grandes hombres tan grandes, jamás fue posible aprender tanto de ellos, y al mismo tiempo poder hacer las cosas a nuestro modo, sin sentirnos constreñidos por un estilo y sabiendo que lo que hagamos será la arquitectura del futuro sin temor a estarnos metiendo en una vía muerta, como les sucede a los románticos de hoy, de quienes nada puede salir. En ese sentido soy un tradicionalista.
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